Postales de Oaxaca
En Oaxaca he tenido las mejores y las peores experiencias de mi vida. De las malas, aunque quiera, no me he podido olvidar. Como aquella vez en una práctica de campo en la que casi me regreso a la Ciudad de México después de una espantosa pelea con la que entonces era mi novia. O aquel viaje que nunca pude realizar a causa de un asalto afuera de mi casa en el ya lejano 2013.
Pero, visto en retrospectiva, también ha habido muchas y maravillosas historias relacionadas a Oaxaca. La del asalto me llevó, a la postre, a conocer a Estefanía apenas unas tres semanas después.
Habrá pasado ya unos quince años de la primera vez que pisé tierras oaxaqueñas. Eran unas vacaciones de verano familiares. Uno de mis primos nos invitó a pasar unos días en el pueblo de Macuilxóchitl, a unos veinticinco minutos de la capital, así que fui con mis padres y hermana. Recuerdo haber recorrido un par de calles de la ciudad y haber entrado por primera vez a la iglesia de Santo Domingo de Guzmán -aunque no al museo-. Recuerdo, también, el sabor de las nieves de Mitla. Recuerdo que fuimos lo suficientemente temerarios como para ir por el camino largo y angosto hasta llegar al pie de la cascada petrificada de Hierve el Agua. Para mí, siempre habitante de la ciudad de México, el cielo estrellado de la
Amarguras del viaje. Cursaba el segundo año de secundaria. Y, como casi todos los adolescentes, no me interesaba la escuela, así que era un pésimo estudiante. Había reprobado tres materias y debía presentar los exámenes extraordinarios. Así que cuando mi primo nos propuso quedarnos unos días más para ver la Guelaguetza, no hubo manera de convencer a mis papás. Tenía que regresar a prepararme para aprobar mis materias. Así sucedió.
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En la licenciatura volví dos veces más a Oaxaca como parte de nuestras prácticas de campo. Fascinaba la aventura de viajar con mis compañeros. Desde luego que viajábamos a precio de estudiante. El autobús, que lo ponía la Facultad, parecía que se desarmaría con solo soplarle. Con poco más de cien pesos por persona, nos amontonábamos cuatro o cinco estudiantes en una habitación. Pero lo gozábamos. Aquellas veces conocí varios lugares más, como Monte Albán y las pequeñas zonas arqueológicas sobre la carretera internacional que habían explorado y abierto no hacía mucho. Fuimos dos veces: la primera, con mi querido maestro Miguel Pastrana; la segunda, lo hice de colado en un seminario sobre museos.
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Viajar con Estefanía tiene un encanto particular. Lo tiene, porque se ha convertido en la persona con la que más he salido a conocer el país. Somos cómplices de turismo porque tenemos gustos parecidos. No nos encanta la playa por el sol y calor extremos. En cambio, disfrutamos más de las pequeñas ciudades que tienen otro tipo de atracciones. Nuestra atención oscila entre lugares donde se pueda comer realmente bien y en los que nunca falten museos interesantes -ah, las deformaciones profesionales; a veces tengo la impresión de que siempre estoy trabajando, incluso en mis días de descanso-. Allá en el 2013, habían pasado apenas quince días entre la primera cita y nuestra primera salida corta de la ciudad a Xochicalco y Taxco. Entonces inauguramos una preciosa tradición trotamundos que, aunque a veces no es tan frecuente como quisiéramos, hemos podido mantener. Puebla se convirtió en una especie de santuario al que íbamos hartos de la ciudad de México; Guanajuato, en el sitio al que nos escaparíamos a vivir si pudiéramos dejarlo todo aquí. Y así, le hemos ido encontrando cosas maravillosas a este país: La comida poblana; la traza de la capital guanajuatense; un pedacito de la historia en Real del Monte; las mariposas monarca en Michoacán; los aires de tradición y modernidad en Querétaro y otras tantas cosas más.
Ah, pero Oaxaca fue tan distinto. Creo que es la primera vez que viajamos solos a un lugar que ella no conocía. Casi siempre ella era la que me llevaba a descubrir los caminos por los que ya había andado. Yo, en cambio, ya tenía cierta familiaridad con los lugares. Pero era distinto a todas las veces anteriores. Nada parecía ser igual siete años después. Primero, porque como íbamos a pasar el 15 de septiembre, se respiraba ese ambiente patrio que algunos colegas míos detestan pero que a mí no me parece del todo malo. Los adornos tricolores, la promesa de comida deliciosa, la mejor de las intenciones de sentirnos, aunque sea por un par de días y a pesar de todos los problemas que nos aquejan, orgullosos de nuestro país.
Lo mejor que uno puede hacer en Oaxaca es comer. La comida es tan variada y buena que cualquier nutriólogo se aterroriza al saber que uno de sus pacientes viajará allá. Si me preguntan, no hay platillo representativo del estado: todo lo que allí se hace tiene su particular estilo y no hay nada que no sea una delicia. Desde luego que lo más taquillero es el chocolate, el pan de yema, las tlayudas, el tasajo y el mole amarillo. Pero entonces ya no hablamos de un platillo sino de una extensa gama de alimentos que recogen lo mejor de la cocina mexicana. Mis favoritas son las tlayudas, porque allá a los frijoles les ponen asiento, es decir, lo que queda en el fondo de las cacerolas cuando uno fríe a los puercos. El sabor es insuperable. La cocina oaxaqueña, además, es tan noble que uno no necesita ir a un restaurante pretencioso para gozarla. Es en los mercados y fondas donde uno tiene que ir. El conocido es el Mercado 20 de noviembre, pero yo prefiero el de la Merced, que es más tranquilo porque se encuentra más lejos del centro. Volvimos con la seguridad de haber subido unos tres kilos cada uno. Y si me preguntan, no me arrepiento.
Emprendimos un recorrido que por tradicional no deja de ser precioso. Fuimos a Monte Albán, y le conté a Estefanía sobre las peculiaridades de la arquitectura prehispánica Oaxaqueña. Le mostré el sistema del talud-tablero, herencia Teotihuacana, pero con la variante regional del tablero escapulario, que los zapotecos utilizaron y que los mixtecos perfeccionaron con grecas que, como fue en el caso de Mitla, daba más dinamismo a las construcciones. El viaje a Monte Albán nos consumió prácticamente toda la mañana, y volvimos tan agotados que apenas tuvimos energía para comer e irnos a tomar dos mezcales con tejate.
Desde luego, también recorrimos el centro de la ciudad. Al final, no fuimos a todos los museos que hubiéramos querido ir, pero valió la pena a los que entramos. Estefanía salió encantada del Convento de San Pablo, otrora Instituto de Ciencias y Artes y hoy en custodia de la Fundación Alfredo Harp Helú. De hecho, volvimos dos veces, la última quince minutos antes de tomar nuestro taxi al aeropuerto, porque queríamos ver una exposición sobre ADABI y su trabajo en la recuperación de archivos.
Generalmente odiamos los tours de turistas. Al final, uno termina un poco decepcionado porque no siempre van a lugares interesantes y siempre hay que ir corriendo. Pero nos animamos a tomar uno de todo el día para conocer poblados cercanos a los que no es tan sencillo llegar sin coche. Fuimos a Santa María del Tule -donde Estefanía decidió que es su lugar favorito para una próxima boda-; a Teotitlán, y vimos los procesos tradicionales para hacer textiles con telar. Aunque ya conocíamos bastantes cosas sobre la grana cochinilla, nos sorprendió ver su uso para el teñido de las telas; de ahí, fuimos a una fábrica de mezcal, de esas que han surgido ahora que es una bebida de moda. Compramos un par de botellas que luego nos tuvimos que beber en un instante cuando descubrimos que no nos las dejaban pasar en el aeropuerto; estuvimos en Mitla que, sospecho, fue el lugar que más impresionó a ella. Y no es para menos. La zona arqueológica es pequeña pero de lo más interesante. Las grecas de las construcciones muestran un gran refinamiento artístico, difícil de encontrar en otro lugar. El día terminó con unos momentos de absoluta paz en Hierve el Agua.
Y al final, el regreso. Descubrí cuánto le había gustado el lugar a Estefanía sólo hasta que la invadió la melancolía poco antes de tomar el taxi de regreso al aeropuerto. Un vuelo retrasado por la lluvia intensa de la ciudad de México y la turbulencia durante el viaje hicieron que volviéramos hechos pomada, pero felices.
La cena del 15 de septiembre fue todo un periplo. Lo fue, básicamente, por desidia nuestra. De última hora, encontramos un lugar donde la comida fue deliciosa y bebimos vino mexicano de la casa Madero.
Fuimos al Museo Regional, en el antiguo Convento de Santo Domingo. Y descubrí, para mi sorpresa, que habían renovado las salas donde se exponen los tesoros de la tumba 7.
Fuimos al Museo Regional, en el antiguo Convento de Santo Domingo. Y descubrí, para mi sorpresa, que habían renovado las salas donde se exponen los tesoros de la tumba 7.
Y al final, el regreso. Descubrí cuánto le había gustado el lugar a Estefanía sólo hasta que la invadió la melancolía poco antes de tomar el taxi de regreso al aeropuerto. Un vuelo retrasado por la lluvia intensa de la ciudad de México y la turbulencia durante el viaje hicieron que volviéramos hechos pomada, pero felices.
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Epílogo. El año está por finalizar. El próximo, si superamos tanta tragedia sucedida desde que volvimos de Oaxaca, continuaremos viajando. El destino es lo de menos; lo importante es que sea con ella.
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